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‘En la acera del dolor’, opinión de Javier Astasio
Javier Astasio Arbiza / 9 abril 2014Escucho en la radio que un hospital madrileño, el «12 de octubre», que en tiempos se llamó «Primero de octubre», en conmemoración de la fecha en que, en 1936, fue entronizado en Burgos el tirano Franco como jefe absoluto de los rebeldes alzados en armas contra la II República Española, ha denegado costear a una paciente un medicamento que ayuda a recuperar movilidad a enfermos de esclerosis múltiple porque los resultados no compensan su elevado coste económico.
Es difícil decidir -y mucho más difícil asumirlo como enfermo- que un beneficio en la salud compensa o no lo que se paga por el remedio, pero ha ocurrido en Madrid. Y no sólo eso, sino que la decisión ha sido tomada por este hospital, mientras que en otros centros se dispensa el medicamento a los enfermos que lo precisan. Es absurdo y es cruel, pero, sobre todo, es revelador de lo injusto de un sistema que un día fue universal y cada vez lo es menos.
No estamos hablando en este caso de «turismo sanitario». Tampoco estamos hablando de haciendas distintas en territorios distintos, porque, que yo sepa, en Madrid se pagan los mismos impuestos en Orcasitas que en la Alameda de Osuna. Estamos hablando de una gestión diferenciada de distintos centros que acaba por generar situaciones como ésta: que un paciente tenga derecho a la esperanza o, simplemente, a tener que soportar un poco menos de dolor, en función de la calle en la que viva y de que esta calle haya quedado a uno u otro lado de la línea que se haya trazado en algún despacho a la hora de adjudicar los hospitales de referencia a los vecinos.
A veces esa diferencia es tan sutil como para que esa adscripción dependa de en qué lado de una calle vives, sin atender a razones de accesibilidad o a las necesidades de los vecinos. Y parece mentira que una diferencia tan sólo burocrática e inapreciable en la práctica conduzca a discriminaciones como ésta.
Harían muy bien las autoridades sanitarias madrileñas en preocuparse por pensar más en sus pacientes y menos en el negocio de sus amiguetes, porque este «sindiós» es tan absurdo como doloroso. Y más cuando estamos asistiendo a un baile especulativo en el que las empresas adjudicatarias de los centros sanitarios de nueva construcción, los que tantos votos dieron a Esperanza Aguirre bajo la falsa promesa de que no nos iban a costar un céntimo, están acabando en manos de oscuros fondos de inversión, como si nuestra salud fuese equiparable a los oscuros «fondos basura».
Rosa, la paciente discriminada, tiene la doble desgracia de, por un lado, padecer una esclerosis múltiple que la incapacita al setenta y cinco por ciento y, por otro, vivir en una calle cuyos vecinos tienen como hospital de referencia el «12 de octubre», aquel que un día, de esos que antes se llamaban triunfales, se inauguró en un descampado al sur de Madrid, junto a la carretera de Andalucía. Tiene la desgracia de vivir en la acera del dolor, a una calle de la esperanza.
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