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‘Los costes de la jurisdicción universal’: análisis y opinión de @juantorreslopez
Juan Torres López (@juantorreslopez) / 23 mayo 2014Texto de la intervención en el Primer Congreso Internacional sobre Jurisdicción Universal en el siglo XXI. Madrid 20-23 de mayo de 2014.
Muchas gracias por la invitación a participar en este Congreso y darme la oportunidad de contribuir a fortalecer una causa que considero tan importantísima para el futuro pacifico y democrático de la humanidad.
Me alegra además estar aquí como economista, de que se hayan acordado de que haya uno entre los ponentes, y que se plantee expresamente el problema de los costes de la Jurisdicción o Justicia Universal.
Es normal y muy humano que las personas enfaticemos los beneficios de los actos, de las aspiraciones o de nuestros deseos que queremos alcanzar y que, por el contrario, tendamos también a minusvalorar los costes que llevan consigo. Es algo natural pero que obviamente puede dar lugar a que tomemos a veces decisiones equivocadas, un problema que es particularmente importante cuando nuestras decisiones tienen que ver con el uso de recursos escasos y, sobre todo como en este caso, con recursos públicos, que no son nuestros sino de toda la sociedad.Por eso creo que es importante resaltar y tomar en cuenta los costes, es decir, las limitaciones, las barreras, dificultades e ineficiencias que puede conllevar poner en marcha un servicio tan importante como el de la jurisdicción planetaria que haga posible la Justicia Universal.
Y es especialmente necesario hacerlo bien, con rigor e inteligencia porque en los últimos decenios se ha extendido un enfoque del derecho que en nuestro caso enfatiza los costes de ésta última pero, a mi juicio, desnaturalizando por completo la función de la administración de la justicia y de la instituciones jurídicas.
Me refiero a lo que he denominado en mis obras la corriente eficientista del Análisis Económico del Derecho (Law and Economics) que aplica el análisis y la teoría económica a los problemas y categorías jurídicas buscando que las decisiones sobre ellos se tomen con el exclusivo fin de alcanzar el máximo de eficiencia.
En enfoque se basa o parte del principio de que hay un comportamiento económico que es universal orientado a calcular racionalmente los costes y beneficios de las acciones humanas y que solo llevándolo a su extremo de maximización del beneficio se puede conseguir un máximo de bienestar. Pero teniendo en cuenta, y esto es muy importante, que el bienestar del que se habla se entiende exclusivamente como la consecución de la máxima eficiencia, es decir, el uso más económico de los recursos (por eso se dice que un óptimo de bienestar es aquel en el que lo recursos se están utilizando en su uso más valioso, además de que no puede mejorarse sin empeorar la situación algún sujeto).
Concebida así, como el estudio de cualquier acción humana que elige entre usos alternativos de los recursos para utilizarlos en su uso más valioso y conseguir el mayor beneficio, la Economía actúa, por utilizar la expresión textual de Jacques Hirshleifer, como “la gramática de las ciencias sociales” porque cualquier actividad de los seres humanos puede (y debe ser, dirían los defensores de este enfoque) analizada como un comportamiento económico.
Gracias a ello la Economía se ha convertido, como dice Samuelson, en la “reina de las ciencias sociales”, capaz de leer e interpretar en su gramática cualquier planteamiento de las esas demás ciencias. Algo que desde otras ramas del conocimiento se rechaza por considerarse como una expresión de “imperialismo” de la ciencia económica. Algo lógico pues, como dijo Ronald Coase, “cuando el rey de Inglaterra se proclama también rey de Francia, no siempre es bienvenido en París”.
En otros trabajos he analizado con detenimiento los efectos negativos que implica este enfoque pero, al mismo tiempo, también he subrayado que es importante tenerlo en cuenta porque en él igualmente hay elementos de análisis que conviene considerar a la hora de hacer políticas públicas que mejoren las condiciones de vida y el bienestar en un sentido auténtico de los seres humanos.
Dicho esto y advirtiendo, pues, de entrada que el enfoque hay que abordarlo con gran prevención, voy a tratar de tener en cuenta desde la perspectiva más amplia y plural posible el análisis de los costes asociados con la Jurisdicción Universal. tal y como se viene entendiendo y desarrollando.
A tal efecto, y reconociendo la variedad que se suele plantear en la literatura más o menos ortodoxa, creo que se pueden considerar tres tipos fundamentales de costes de la Jurisdicción o de la Justicia Universal: los costes directos, los costes de transacción y los costes de oportunidad, tanto de aplicarla como de no hacerlo.
Los costes directos de la Justicia Universal
Los costes directos de la Jurisdicción Universal son más o menos los mismos que están asociados a la administración de justicia en general (infraestructuras, personal, investigación, obtención de pruebas, seguridad…) aunque podría quizá considerarse que fuesen algo o bastante más elevados teniendo en cuenta que casi todos los procesos de esta naturaleza son habitualmente más complejos y dilatados en todas sus fases y procedimientos que los de la jurisdicción nacional. Pero, en todo caso, creo que no vale la pena detenerse ahora sobre ellos porque, sea cuales fueran, no puede considerarse que puedan llegar a ser tan elevados que resulte prohibitivo poner en marcha la una jurisdicción planetaria que garantice la Justicia Universal.
Soy consciente que esta afirmación puede parecer sorprendente o incluso inapropiada cuando en casi todos los países de nuestro entorno se llevan a cabo recortes en los presupuestos de la administración de justicia. Pero es que hay que tener en cuenta que estos recortes se realizan no porque realmente se carezca de recursos sino porque se ha asumido (antidemocráticamente, por cierto) un orden de prioridades que lleva a dedicar la mayoría de los recursos públicos disponibles a otros usos.
Baste saber, por ejemplo, que los saldos primarios (es decir, sin contabilizar intereses) en casi todos los países europeos (desde luego en España) han sido la mayoría de los años de los últimos decenios positivos (superavitarios) o, en cualquier caso, generadores de una deuda que podría considerarse insignificante. En España, por ejemplo, si se acumulan sus saldos desde 1989, en estos momentos la deuda pública (incluida la derivada de la crisis) no superaría el 15% del PIB. Eso quiere decir que lo que ha hecho que la deuda pública sea tan elevada no son –como se quiere hacer creer- los costes de los servicios públicos sino los intereses, el servicio de la deuda porque desde que se estableció que el Banco Central Europeo no puede financiar a los gobiernos éstos se ven obligados a pagar intereses por un dinero que, como dijo el Premio Nobel Maurice Allais, se crea ex nihilo, de la nada, es decir que no cuesta nada crear.
Por tanto, evitando pagar esos intereses solo justificados como negocio de la banca privada se podrían sufragar sin apenas déficit alguno todos los servicios de bienestar que ahora se dice que hay que recortar y, entre ellos, los asociados a la Justicia Universal. Y eso por no hablar de la posibilidad de reformar la fiscalidad evitando la evasión y el fraude o imponiendo mayores niveles de equidad (téngase en cuenta, por ejemplo, que una entidad como el Banco de Santander pagaba más del 38% de sus beneficios en impuestos en 1988 y que de 2001 a 2012 no solo no ha pagado sino que su saldo total con la Hacienda le ha resultado positivo). O, en otro caso, recurriendo a otras tasas o impuestos como el de transacciones financieras que con tipos del 0,05 podría recaudar (si se utiliza sobre un concepto amplio de transacción financiera) unos 750.000 millones de euros al año solo en la zona euro.
Los costes de transacción de la Jurisdicción Universal
El segundo tipo de costes asociados a la Justicia Universal son los llamados costes de transacción. En sentido estricto, estos se pueden definir como los costes de utilizar el mercado, es decir, los que tienen que ver con el hecho mismo de llevar a cabo un tipo de intercambio: investigar a las partes y encontrarlas, negociar con ellas, desplazarse, etc.
Este tipo de costes son los que la corriente que podríamos denominar ortodoxa o eficientista considera que la Jurisdicción Universal incrementa hasta el punto de resultar ineficiente y de impedir que se alcancen máximos niveles de utilidad o bienestar.
Para defender esta tesis Eugene Kontorovich (The inefficiency of universal jurisdiction. University of Illinois Law Review 2008, nº 389) proporciona varias razones que resumen los principales puntos de crítica que desde el enfoque eficientista se hacen al principio de Justicia Universal.
Para defender esta posición establece, como otros autores, que al permitir que cualquier estado pueda perseguir un delito la justicia (universal) ese derecho se convierte en un común, es decir, en un recursos que no tiene dueño, que es propiedad de todos.
De esa manera, los defensores de este enfoque entienden que cuando se utilizan los recursos (en este caso la Jurisdicción Universal) como comunes, no se puede alcanzar la máxima utilidad o beneficio porque los actores en juego (la multiplicidad de “propietarios” del derecho, en este caso a perseguir) no lo pueden valorar correctamente porque tendrán que asumir todos los costes de perseguir a los criminales pero no se beneficiarán de todos los beneficios que su eventual condena pueda generar.
Se parte del supuesto además de que el derecho a perseguir a un criminal es un activo que tiene algún valor que procede precisamente de la posibilidad de ejercerlo o no pero que cuando se le asigna a todos los estados este valor disminuye o incluso puede llegar a desaparecer. En opinión de Kontorovich, “la obligación de perseguir más que un activo es una responsabilidad”, es decir, un coste.
Desde otro punto de vista se entiende que la Justicia Universal, al permitir que cualquier estado persiga a un criminal genera barreras (costes, a veces decisivos) a posibles acuerdos satisfactorios a los que podrían llegar partes en conflicto. Por ejemplo, cuando se acuerda que “el precio” de un acuerdo de paz o de una transición es olvidar, obviar el castigo o la persecución de criminales de la etapa anterior.
La ineficiencia de la Justicia Universal se defiende también porque se supone que renunciar a los derechos a perseguir puede proporcionar más utilidad cuando es a cambio de acuerdos o negociaciones. Y en su opinión, lo que hace la Justicia Universal es impedir que se puedan llevar a cabo esas negociaciones por la presencia de terceros no presentes o interesados en los términos en que se lleva esa negociación.
Kontorovich y otros autores también reconocen que la evidencia empírica muestra que la negociación es factible incluso cuando aumenta el numero de partes implicadas (incluso permite que puedan obtenerse beneficios de ello), pero estiman que no ocurre así en el caso de la Justicia Universal.
Igualmente señalan que en un grupo abierto, como el que resulta cuando todos los estados tienen derecho a perseguir criminales por un determinado tipo de delitos, es difícil o incluso imposible determinar el “precio” de las decisiones que se vayan a tomar, lo que redunda en mayores costes asociados a las decisiones que se adopten y en la imposibilidad de alcanzar óptimos de bienestar (máximo de eficiencia) porque para ello es fundamental, precisamente, que el precio se pueda determinar con exactitud y certidumbre.
También se critica el hecho de que en un sistema de jurisdicción universal un solo país pueda llevar adelante un proceso que contraríe las decisiones o acuerdos establecidos por el resto. “Digamos –argumenta Kontorovich que Estados Unidos, Europa y Naciones Unidas acuerdan renunciar a sus derechos procesales pero que Mali anuncia que seguirá considerándose libre para perseguir por razones de Justicia Universal y para exigir la extradición de cualquier país que se niega a enjuiciar” (ob. cit. pp. 402-403). Si es así, el país que actúa en contra de esos acuerdos más generales, dice Kontorovich, no solo rompe una función de bienestar que presume más valiosa sino que tendrá incentivos para reclamar una mayor parte en el “excedente” de la negociación (p. 403).
Y finalmente, un argumento que viene a envolver a todos los anteriores se basa en afirmar que la Jurisdicción Universal se fundamenta en un supuesto que a juicio de sus críticos eficientistas es discutible: que el estándar de persecución de los crímenes contra los que actúa debe ser el 100%. Para los eficientistas este presupuesto ni es adecuado para lograr el máximo bienestar ni está así establecido en todas las leyes internacionales o criterios que la inspiran ni es tampoco lo que la experiencia diplomática, comercial o política de los estados muestra que sea lo que ocurre o lo que se ha deseado a lo largo de la historia.
Para abundar en esta última idea Kontorovich y Steven Art señalan en otro trabajo (An Empirical Examination of Universal Jurisdiction for Piracy. (2010). Faculty Working Papers. Paper 38) que un caso típico contra el que desde hace mucho tiempo se ha actuado con criterios de justicia universal, la piratería, no ha sido afrontado sino en muy pocas ocasiones por esta vía: solo en el 1,31% de los casos. Lo que significaría que a partir de esa evidencia empírica se puede establecer que un estado tiene 75 veces más probabilidad de actuar contra la piratería (de recurrir a la jurisdicción universal) cuando todos los costes y todos los beneficios de ello recaen sobre ese estado. Dicho de otra manera, un estado racional y que busca su propio interés, dice Kontorovich, no actuaría en virtud de los principios de la Justicia Universal sencillamente porque no le conviene.
La desnaturalización del derecho, el olvido de la justicia
A mi juicio, este tipo de argumentos responden a los vicios de planteamiento que caracterizan al enfoque ortodoxo, maximizador o racional, del comportamiento económico.
Cuando se aplica a fenómenos estrictamente económicos no se tiene en cuenta los efectos distributivos porque se supone, como dije al principio, que el único objetivo que se persigue en la eficiencia. Por eso se puede establecer que una situación es óptima con independencia de la distribución del ingreso que lleve consigo. O, como diría Guido Calabresi refiriéndose a los efectos de este enfoque sobre el derecho de responsabilidad civil, incluso cuando sus efectos sobre la riqueza o la situación de las personas nos resulten moralmente repugnantes. Y exactamente es eso lo que ocurre cuando se aplica este tipo de análisis económico al derecho o como en este caso al análisis de la Jurisdicción Universal.
Por un lado, se soslaya que la Justicia Universal no solo tiene costes cuando se aplica sino también cuando no se lleva a cabo.
Como sus propios críticos admiten, se considera ineficiente porque se entiende que es mejor no alcanzar un 100% de estándar en la persecución de los criminales pero es evidente que supone un coste de oportunidad.
Si se acepta que la oferta de justicia responde a una demanda de seguridad, por un lado, y a una necesidad de disuasión, por otra, todo lo que no sea alcanzar ese 100% supone una merma de bienestar siempre que se considere que el crimen es un mal en sí mismo.
Los críticos argumentan, por ejemplo, que la Justicia Universal impediría amnistías, acuerdos de no persecución o los llamados en Estados Unidos plea bargain, es decir, acuerdos para rebajar la condena o la acusación. Y es cierto.
Lo que ocurre es que los críticos eficientistas de la Justicia Universal no tienen en cuenta como costes los que lleva consigo el dejar pasar la comisión de crímenes (de lo que por muy barato que pueda resultar nos repugna socialmente) cuando no se persiguen allí donde haya un criminal.
No tengo mucho más tiempo para desarrollar estos argumentos y la respuesta que creo que se le puede proporcionar así que resumiré brevemente mi opinión al respecto.
Creo que es útil considerar que la Jurisdicción y la Justicia Universal en general tienen efectivamente costes que a veces incluso pueden llegar a paralizarla. El reciente caso español es bien claro al respecto.
Es fundamental así mismo tener en cuenta que no se trata solo de costes directos o materiales sino también de costes de oportunidad. Pero no solo los de aplicarla cuando un solo país, por ejemplo, corre el riesgo de poner en peligro sus intereses comerciales, estratégicos o incluso su propia seguridad nacional. También es imprescindible computar los costes de oportunidad que lleva consigo no recurrir a la jurisdicción universal. Si el crimen es un mal en sí mismo, y especialmente los que persigue de un modo extraordinario mediante la Justicia Universal, dejar de perseguirlos por cualquier razón es una merma de bienestar, de seguridad o de satisfacción desde cualquier punto de vista que se mire.
Y esto última lleva a considerar que la evaluación de los costes y beneficios asociados a la Justicia Universal tienen que ser computados de modo muy rigurosos y sin excluir los que por extensión podríamos denominar “distributivos”.
La Justicia Universal viene a establecer que determinados crímenes no se cometen contra personas determinadas o incluso contra naciones sino con una comunidad supranacional, universal, que define un mal del que desea liberarse y, por tanto, que desea y está empeñada en disuadir de su comisión o en penarlos en su totalidad porque eso supone un beneficio moral que tiene que tenerse en cuenta en toda su verdadera magnitud.
Y con esto creo que llegamos a la hipótesis principal cuando hablamos de costes o beneficios en relación con el derecho y la actividad jurídica.
La conclusión a la que llegué en mi libro Análisis Económico del Derecho. Panorama doctrinal (Tecnos 1987) creo que sigue siendo válida en este caso que analizamos ahora. Es útil aplicar criterios económicos al análisis del derecho y en este caso a la Justicia Universal, porque de esa forma podemos poner sobre la mesa aspectos, dificultades, limitaciones, mecanismos más o menos eficaces de disuasión; en suma, costes y beneficios de los que depende que el derecho sea más o menos útil para lograr sus objetivos, en este caso, de disuasión y de castigo a quienes llevan a cabo crímenes especialmente execrables. Pero si eso se hace implicando que el derecho (la Justicia Universal) se disocia de la justicia, de la ética, de los principios morales que nos permiten sobrevivir en paz como seres humanos, entonces ese análisis económico es perverso.
Debemos tratar de descubrir qué se puede hacer para que el derecho (la Justicia Universal) sea menos costosa, más eficaz y eficiente pero su eficacia y su eficiencia no tienen sentido si no están al servicio de un juicio de valor previo que en este caso tiene que ver con la voluntad de que el ideal supremo de justicia prevalezca sobre cualquier otro.
De hecho, creo que las evidencias que se han podido comprobar en los últimos años y el análisis de las dificultades y de los costes que lleva consigo poner en marcha la Justicia Universal, permiten concluir dos ideas principales, posiblemente una más fácilmente aceptable que la otra, que seguramente es más provocadora de debate.
Una, que el éxito de la Justicia Universal no depende tanto de sus costes (en el sentido más amplio que he contemplado) sino de que los seres humanos y nuestras sociedades entiendan y asuman de verdad que la comisión de crímenes contra la humanidad es condenable en todo caso y que debe ser perseguido en cualquier tipo de circunstancia porque eso proporciona un beneficio moral superior a cualquier otro coste.
Otra, que quizá habría que aceptar que los intentos de recurrir a la jurisdicción cuando no todos los países desean hacerlo obliga a los que recurren a ella tengan que asumir costes que muchas veces son decisivos y que pueden llegar a paralizarla. De ahí, que sin aceptar que haya que dar pasos atrás y sin dejar de avanzar en la línea anterior quizá se podría asumir que tales costes y dificultades se podrían aliviar o disminuir si al mismo tiempo que se fortalece la jurisdicción universal y el derecho de todas las naciones a perseguir a los criminales contra la humanidad se avanza en la creación de jurisdicciones centralizadas con plena independencia y capacidad de actuación.
Supongo que en el debate tendremos oportunidad de discutir sobre todas estas cuestiones. Muchas gracias.
(Artículo de opinión cedido por el autor Juan Torres López – juantorreslopez.com)
Juan Torres López: Nacido en Granada (España) en 1954, donde estudió el bachillerato. Está casado y es padre de tres hijos, María, Juan y Lina.
Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales en la Universidad de Málaga, carrera que estudió siempre como becario.
Doctor en CC. Económicas y Empresariales desde 1981, dos años más tarde obtuvo la plaza de profesor Adjunto de Economía Política y Hacienda Pública en la Universidad de Granada. En octubre de 1984 se incorporó a la de Málaga como catedrático contratado, plaza que ocupó definitivamente como funcionario en diciembre de 1986 en el área de Economía Aplicada.
Es miembro del Consejo Científico de ATTAC España, ha escrito varios libros y desde octubre de 2008 es catedrático en la Universidad de Sevilla en el Departamento de Teoría Económica y Economía Política.
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