No temáis, ayer no seguí, mucho menos en directo, el arranque del debate sobre el Estado de la Nación. No es la primera vez que lo hago y os confieso que, desde aquella tarde del 23 de febrero de 1981, cualquier debate parlamentario carece de emoción, estando como están sometidos al guión de esos enanitos de Santa Claus que escriben los discursos del líder de turno, como si fuesen los juguetes que reparte el de la barba blanca, tan brillantes como frágiles.
No escuché el debate, como tampoco escuché la intervención de Rubalcaba, que, mal que me pese, lleva escritas en su pasado todas las réplicas a sus acusaciones. No los escuché, porque la experiencia me dice y me confirma que mereció la pena ahorrármelo, como podía haberme ahorrado la increíble «Operación Palace» de Évole, a la que faltó como advertencia de lo que nos esperaba la enervante cabecera del show de Benny Hill.
No lo escuché, pero me bastaron el resumen radiofónico y alguna que otra opinión para comprobar que, como el especial de Évole, hubiese encajado más en la ficción que disfrazado de informativo, porque lo que trató de contarnos Rajoy con esa oratoria antigua y sobreactuada, con ese horrible castellano que habla, no por gallego, sino por vago, es inverosímil para todo aquel que, como él, no sea de buena estirpe, para todo aquel que no pise algo más que la moqueta de los despachos y los salones o el césped de los jardines.
Se nota que hace mucho que el presidente no se cruza con un español de carne y hueso. Se nota que hace mucho que nos e cruza con alguien que, más allá de esa informalidad forzada del sport y de los mítines de los domingos, no use corbata. Se nota demasiado que su día a día apenas tiene que ver con el del resto de los mortales.
¿Cómo si no puede atreverse a decir que hemos doblado el Cabo de Hornos? No tiene más que mirar atrás para ver que se ha dejado en las escolleras y en las heladas aguas del estrecho de Magallanes a más de la mitad de la tripulación. Parados sin esperanzas de volver a trabajar, niños mal alimentados a los que se les ha quitado la única comida ordenada del día, estudiantes universitarios que han tenido que dejar las aulas ante el efecto combinado de la subida de tasas y el recorte de becas, incapacitados desasistidos, enfermos que pagan por estarlo, carreteras abandonadas, jardines abandonados, calles sucias, aeropuertos llenos de jóvenes y no tan jóvenes en busca de futuro… náufragos, en fin, de una travesía en la que, como en la del Titanic, sólo la primera clase tiene derecho a subir a los botes.
La España que ayer pintó Rajoy poco tiene que ver, como siempre, con la realidad. Sí tuvo que ver con la España real la que pintó Rubalcaba, pero su esfuerzo llega tres años tarde y me temo que será baldío, porque apenas tiene ya credibilidad, siquiera entre los suyos. Y es que su pecado no fue ya el de haber formado parte del último gobierno Zapatero, el del desastre económico, el de otra España irreal que se dejó envolver en la música de la orquesta, mientras el barco se hundía y el agua le llevaba al cuello. Su peor pecado ha sido el de, por mala conciencia, por oficio o por coincidencia, no supo ponerse del lado de la gente y defenderla, mirándose el ombligo, en vez de mirar las vergüenzas al descubierto de quienes le habíamos votado.
No sé de qué España hablaba ayer Rajoy. Ni siquiera sé qué pretende con esas ofertas de fin de temporada -tarifa plana y falsa rebaja de impuestos a los más débiles- con que trata de engatusar a los votantes crédulos, porque, si realmente quiere reactivar la economía, mejor le iría, nos iría, si se decidiese a rebajar el IVA.
Con esa «tarifa plana a la Seguridad Social » para nuevos empleos que tanto me recuerda a los engatusadores telefónicos, va a conseguir que quienes quieran deshacerse de un trabajador de cincuenta años lo puedan cambiar por dos de veinticinco, mientras se siguen desangrando las arcas de la Seguridad Social, porque, no lo olvidemos, la cuota que pagan los empresarios no es otra cosa que una parte del salario del trabajador que se difiere para su jubilación. Y, en cuanto a eximir de hacer la declaración de la renta a quienes no superen los 12.000 euros de ingresos, en la práctica ya era un hecho, pero me temo que hará que más de uno se crea beneficiado, sin pensar en que la rebaja, por pequeña que sea, se hace a costa de recortar en educación, sanidad y no sé cuántas cosas más.
Por eso no sé de qué España habla Rajoy, quizá de eses país al servicio de «la estirpe buena» de la que hablaba en su artículo del Faro de Vigo del 83. Tampoco sé si Rubalcaba es el líder que necesita este país para salir de este maldito agujero.
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